domingo, 26 de agosto de 2012

Kioto, la ciudad más “china” de Japón

La peor sensación que puedes tener después de pasar 18 horas acurrucado en la clase “turista” de un viaje intercontinental es la del enorme Airbus repleto de pasajeros donde viajas cayendo irremediablemente en el océano. Mar adelante, mar atrás, mar a los costados' y el avión sigue descendiendo, lamiendo las heladas aguas de la bahía de Osaka, en pleno invierno boreal.

Japón comienza a maravillar al visitante incluso antes de que éste toque su suelo. Con toda su paciencia nipona, mi vecino de asiento me explica que “aterrizaremos” en el aeropuerto de Kansai. Relativizo la palabra aterrizaremos porque en realidad el avión, según mi interlocutor, se posará sobre una isla artificial, una franja de uno por cuatro kilómetros que el ingenio (y los millones) de los japoneses le ganaron al mar. No en vano este moderno aeropuerto se considera como el trabajo de ingeniería civil más caro de la historia contemporánea.

Ya en suelo firme, y en el moderno bus que me acerca a mi destino final, la transición entre Osaka y Kioto me parece traumática: de una ciudad moderna e hiperindustrializada a uno de los parajes patrimoniales mejor conservados del mundo desde hace centurias. Kioto fue la Capital Imperial del Japón y el único conglomerado urbano que no fue arrasado por los bombardeos estadounidenses durante la Segunda Guerra Mundial.

Kioto, a quien el filólogo francés Roland Barthes describió como “la ciudad más china de Japón”, es quizás el mejor ejemplo del sincretismo entre la modernidad y la tradición. Los templos (budistas y shintoístas) grandes y pequeños están por doquier y se entremezclan con una sobria arquitectura minimalista. Cada esquina revela un secreto. Inclusive en los distritos más comerciales y modernos, los bien cuidados jardines públicos con estanques repletos de carpas, flores de loto y cerezos le dan un toque “zen” a la agitada vida urbana.

Me tocó visitar Kioto en las postrimerías del invierno de 2003. El viento helado en las calles te recuerda que ésta es una ciudad bastante boreal, más o menos situada a la misma latitud que Nueva York, y que los inviernos suelen ser muy crudos.

Entre el 17 y el 20 de marzo el cielo siempre estuvo gris y el clima muy frío. Por eso me pareció extraño recibir la invitación de Naoko y Harumi (dos estudiantes de español de la universidad de Kansai) para compartir un día de campo el viernes 21 de marzo. Las dos muchachas sólo sonrieron ante mi desconfianza.

Más allá de toda previsión, el día señalado amaneció espléndido. La primavera llegó con puntualidad nipona y miles de familias y grupos de amigos se volcaron a los parques para celebrar el Hanami, el festival que da la bienvenida al florecimiento de los cerezos (sakuras). Nuestro destino: el complejo de templos budistas de Kiyomizu-dera.

Kiyomizu-dera o el Templo del Agua Pura, un conjunto arquitectónico budista que data del año 778 de nuestra era y que ha sido declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco.

¿Cómo se puede describir con palabras a una de las diez maravillas del mundo moderno? Ante la imposibilidad de este desafío, me limitaré a decir que un templo tallado como un encaje de madera, sostenido por centenares de gruesos troncos labrados sobre la saliente de una roca que domina un valle que parece extraído de un cuadro, tiene necesariamente que impresionarte (a mí se me saltaron las lágrimas).

Me recompuso el trago de agua de la vertiente, que además de devolverme el aliento me concederá una larga y saludable vida, según me dijeron. El tañido profundo y sostenido de un gong volvió a ponerme “en trance”.

Los jóvenes se arrodillan reverencialmente frente a lo que parece ser una marmita de gruesas paredes de bronce, toman un mazo y mientras musitan una oración golpean con gran parsimonia el “gong cantante”, su intermediario ante Dios, que desborda ecos armónicos para acompañar la plegaria. Un momento sagrado en un entorno mágico.

Hay muchas otras cosas que ver en Kioto. No es barato, pero hay algunas estrategias que funcionan. Por ejemplo, yo descubrí que es mucho más barato ir a comer a los pequeños restaurantes donde se alimentan los migrantes vietnamitas, o comer en los quioscos de la estación del tren. Es un lugar interesante para descubrir caminando, pero también se puede comprar un pase para el metro mientras dure la estadía.

Hay algo mágico en esta ciudad. La historia cuenta que en 1945 se salvó de una bomba atómica porque al secretario de Guerra de los Estados Unidos, Henry L. Stimson, le dio pena destruir el lugar donde pasó su luna de miel. Sea cual fuere la razón por la que este rincón del mundo fue preservado, bien merece la pena perderse en él.

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