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domingo, 24 de agosto de 2014

En Quijarro el barrio de las madres solteras se cae del mapa de Bolivia

Julia Vedia acaba de volver a su casa después de trabajar seis meses en Calama, solo para enterarse de que, antes de que acabe el año, tendrá que abandonarla. En esta calle polvorienta de Quijarro, la última de Punta Carretera, 29 mujeres encontraron un hogar hace cinco años. Julia Vedia se agarró el penúltimo lote y allí, de a poco, construyó una casa: un techo de fibrocemento sostenido por cuatro paredes desnudas de ladrillo cerámico que forman un cuarto de cinco por cinco. Adentro, Julia y sus cuatro hijos se acomodan en dos camas de dos plazas, mientras una televisión con joroba ocupa el centro del cuarto en una mesa ratona, disparando noticias como si fuera un cordón umbilical que los comunica con el centro de Bolivia.

A 20 metros de allí, un obelisco enano, blanco y sin gracia, traza una línea imaginaria con otro artefacto idéntico, alejado 200 metros, que deja en offside a mujeres como Julia Vedia que nunca imaginaron que se habían caído del mapa, que habían construido su hogar en suelo brasileño, que sus casas corren el riesgo de derrumbarse como castillos en el aire cuando los agentes brasileños vuelvan a fin de año a exigirles que se marchen. Julia y sus hijos no tienen adónde ir.

La llegada

A mediados de la década pasada, Julia, María Esther, Rita, Mery y Fidelia conformaron un club de madres con las mujeres trabajadoras de la feria de Arroyo Concepción, ese barrio enorme que se ha formado en Quijarro, justo donde un puente sirve de paso fronterizo entre Bolivia y Brasil. Las unían el trabajo, el madrugar para hacer pan y comida que eran devorados por otros vendedores y comerciantes que venían a llevarse mercadería para venderla en Santa Cruz. Las unía su condición de inquilinas, de mujeres que tenían que pagar hasta $us 300 para tener un techo en el cual criar a sus hijos. Las unía ser cabeza de familia, el abandono del marido que las había dejado con varios muchachos por terminar de criar.

“Nos unimos para buscar ayuda, para tratar de encontrar un lugar en el cual levantar nuestras casas”, dice María Esther Surubí, una ignaciana grandota que cambió la Chiquitania por la frontera en 1987. No recuerda qué nombre le pusieron al club de madres. Solo recuerda que cuando llegaron acá, esto era un monte, que tuvo que limpiar su terreno a mano, con machete, mientras su hija juntaba las ramas para después prenderles fuego.

“No había nada. Hemos vivido primero en carpitas y, después, en casitas de madera. No había luz, nos alumbrábamos con mecheros y con velas. Hemos tomado agua del arroyo. Con eso hemos cocinado y nos hemos bañado durante meses”, cuenta Fidelia Patty, una abuela potosina que comparte techo con dos de sus hijas y que combina la crianza de sus nietos con la venta ambulante de mercadería. Cuando las cosas se ponen duras en Quijarro, Fidelia junta víveres y electrodomésticos pequeños y viaja hasta Remanso (Beni), donde los revende para ganarse unos pesos.

La sentencia

Llegaron un día de julio, sin hacer mucho ruido. Rita dice que eran muchos, pero que se comportaron con amabilidad. Los extraños eran agentes federales brasileños que dejaron una notificación en cada casa que informaba a los habitantes bolivianos de que estaban invadiendo suelo brasileño. “Dejaron eso, nos dieron plazo de 180 días para irnos y se fueron. Lo hicieron con amabilidad, pero cuando el plazo se cumpla, tengo miedo de que la amabilidad se acabe”, dice Rita, mientras espanta los mosquitos que han salido a buscar sangre en el atardecer de Quijarro.

El terreno donde estas 29 familias se asentaron era un baldío de 4.500 metros cuadrados situado entre dos calles perfectamente trazadas.

Ellas creyeron que el territorio brasileño comenzaba en la calle trasera, pero ahora se enteran de que la última calle de Punta Carretera, la cinta de asfalto que nace en la rotonda de Itacamba y se une a la carretera bioceánica, es el límite boliviano.

Rita ha pintado su casa de un azul brillante, talvez porque ese color se asocia infantilmente a la esperanza, quizá por la ilusión de que ese color político la salve, pero igual está afligida. Dice que cuando se asentaron tuvieron el respaldo de la Federación de Mujeres Bartolina Sisa, que tenían la esperanza de que el dueño del terreno apareciera después. Cuando nadie se acercó a reclamar comenzaron a construir.

“Somos un barrio bien bendecido y estamos tranquilas. Aquí nada se ha hecho con política sino con fe”, dice Mery, una cochabambina que aclara que solo hay cuatro hombres en el barrio y que esta es la calle de mujeres trabajadoras, gordas, felices y emprendedoras. Por ello le han puesto por nombre Nuestra Señora Aparecida.

Mery es una de las mujeres que tiene marido. Así llegó a Quijarro, siguiendo a su marido, un albañil experto en hormigón que hace 12 años descubrió que en la frontera había más trabajo que en la ciudad. “Una mujer siempre debe quedarse al lado de su marido”, dice Mery, que ya terminó de criar a sus hijos y se dedica a cuidar y consentir a los hijos de sus vecinas cuando estas salen a trabajar. “Mi tienda se ha convertido en el centro del barrio. Conozco a todas mis vecinas y quiero a sus hijos como si fueran míos. Los cuido porque ellos son mis clientes, los que siempre vienen a comprar”, señala.

Mery y María Esther dicen que no están preocupadas, que confían en que Dios va a intervenir y que la Cancillería, desde La Paz, las va a defender y que al final se descubrirá que este terreno es territorio boliviano.

¿Tiene usted esos mapas satelitales que hay en los celulares grandes?

Póngalo y va a ver que el límite se ve detrás de mi casa. Yo me voy al fondo de mi canchón y la línea negra esa pasa por atrasingo del punto azul que soy yo”, desafía María Esther.

Parados junto al monolito blanco que sirve como hito fronterizo, María Esther pierde la apuesta. El punto azul que indica la posición del portador del celular se posa sobre la línea negra, gruesa, que indica la división entre Bolivia y Brasil. Cuando se alza la mirada en busca del otro obelisco enano, las casas aparecen en medio. “Es que acá la frontera hace una curva. Diosito va a querer que sea así”, se esperanza María Esther

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