Osama Bin Laden, el que fuera el hombre más buscado y temido del planeta, tenía 53 años, se alimentaba de plantas, pan afgano, sopa, leche de cabra y yogures, no probaba carne y dormía siempre en el suelo, muchas veces protegido por las estrellas. Cuando vivía en Arabia Saudí obligaba a sus hijos a descansar los fines de semana sobre la arena del desierto y entre animales. “Tienen demasiadas comodidades”, se quejaba entonces el rico empresario saudí.
Desde que en 1984 viajó a Afganistán para unirse a la yihad contra los soviéticos, Bin Laden vivía como un ermitaño, una costumbre que le ha servido para mimetizarse en el terreno de la misma forma que lo hacen las serpientes venenosas.
Para intentar detenerlo, los militares paquistaníes debieron asomar la nariz en las miles de chabolas y cuevas que hay en este inhóspito territorio tribal controlado por los talibanes e interrogar a sus habitantes. En especial a los que midan más de 1,80 centímetros de altura, la única característica de su físico que el barbudo y delgado emir no puede ocultar.
Decenas de audios y videos del jefe de Al Qaeda mostraban los últimos años que el tiempo y sus sangrientos éxitos en la yihad global contra Occidente lo habían reafirmado todavía más en sus sueños y objetivos.
Estaba a punto de cumplirse una década desde que Osama y Ayman al Zawahiri, su escudero egipcio, se refugiaron en las cuevas de Tora Bora tras los ataques del 11-S —la matanza en el corazón de su principal enemigo: tres mil muertos de un solo golpe— y la invasión norteamericana de Afganistán. Bin Laden anunció que asesinaría a cualquier estadounidense que capture si se ejecuta a Kalid Sheikh Mohamed, el cerebro del 11-S, detenido en Pakistán y preso en Guantánamo.Nadie habría apostado entonces por las siete vidas de Osama.
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